(o del libro como nueva tecnología)
El libro, por natural que nos parezca a las generaciones que nos educamos al hilo de su tinta, es una tecnología como otra cualquiera, si bien consagrada por un largo, profundo y muy diverso servicio al hombre. Puede concebirse como una extensión del yo (y del nosotros) que tiene la propiedad de deshacerse del individuo y perdurar en el tiempo, distribuirse en el espacio, y por lo tanto llegar a manos y ojos e inteligencias variadas y diversas en el devenir de la Historia. Hasta la irrupción y popularización de los medios audiovisuales, y especialmente del entorno hipermedia, el libro se ha considerado como el soporte natural de la transmisión de conocimiento y su medio habitual de interacción, en un periplo que se remonta a los albores del Cristianismo, cuando surge el códice como un bloque de hojas en sucesión que permitía una mayor facilidad de búsqueda e indexación en los contenidos: era posible ir hacia delante o atrás con comodidad, y también resultaba cómodo añadir nuevas hojas o crear diferentes tomos según el interés y necesidades, colocando uno tras otro cuadernos con piezas de procedencia distinta. Se fue extendiendo una cierta práctica del tomo misceláneo, en ediciones personalizadas. Entre las cenizas de la biblioteca de Alejandría quedaba ese formato tradicional de la Antigüedad que era el rollo, con esa complicación extraordinaria para visitar secciones prácticamente inexistentes en su continuo fluir. Así, el libro se complica tecnológicamente con índices, capítulos y epígrafes varios, numeraciones... En Occidente debe leerese de arriba hacia abajo, de izquierda a derecha, y dar un salto olímpico con las pupilas en el abismo de cada página. Sin duda no debió resultar fácil acostumbrarse a este nuevo formato, que en el siglo XV impulsó y extendió definitivamente la imprenta. ¿Qué tiene, entonces, de natural y qué tiene de aprendido, la lectura de un libro? Me imagino a un nativo digital puro con la perplejidad de un joven aprendiz en un scriptorium lejanamente medieval, pidiendo ayuda...
La posible ausencia de familiaridad con el manejo de este soporte de la escritura en tal novedoso formato -y quizás ya no tan natural- parece resurgir ahora como preocupación milenarista ante la llegada de la lectura en soportes electrónicos, especialmente tras el lanzamiento exitoso desde 2007 de una nueva generación de e-readers o lectores de libros electrónicos: aparatos que pueden interpretar la literatura digitalizada (quizás electrocutada, si se mira bien): es decir, la mera traslación del texto plano desde un medio impreso a otro electrónico. Los esfuerzos que desde hace años hace tímidamente la industria han eclosionado en los últimos meses en la confluencia de la tecnología de la tinta digital (e-ink) con los aparatos móviles orientados al ocio (consolas y teléfonos) y un incipiente mercado de textos digitalizados por grandes compañías (Amazon). De aquí nace el Kindle y todos los demás lectores. Las reacciones no se hacen esperar en un mundo 2.0 y se alaba tanto como se cuestiona la facilidad, comodidad, pertinencia de la lectura digitalizada de tal manera. La amenaza de la que tanto se habla y que planea desde al menos una década sobre el libro en su formato impreso -ahora asumido como tan tradicional y natural, olvidado aquel viejo rollo en los siglos de los siglos-, parece tomar forma física y, especialmente, ganar mercado. Comienzan las comparaciones, y se elevan las elegías al libro al mismo tiempo que asistimos con cierto asombro el redescubrimiento de su tecnología tan antigua, tan natural, como eficaz. Así, la crisis del soporte escrito en su formato libresco, ofrece toda una retahíla de rescates sobre su forma, función y estructuración, hasta el punto de recuperar un esplendor tecnológico capaz de competir con sus enemigos electrónicos, que quedan como caricatura de una vana aspiración.
La posmodernidad arrasa felizmente con cualquier categoría, hasta las recién creadas por la última magia tecnológica para las masas. Desde este punto de vista, ¡caray! el libro es sin duda el gadget perfecto para leer libros impresos. La mera digitalización, si bien un paso necesario para su entrada en el entorno digital, no aporta gran cosa al texto como experiencia lectora (¿aumento del tamaño del tipo frente a una tradicional lupa? ¿anotaciones frente a los clásicos subrayados y marginalia? ¿búsquedas tan abiertas por palabras que sólo se usan para probar si realmente esa función es cierta?). Por ello, la traslación al nuevo medio es tecnológicamente literal, es decir, equivocada por insuficiente. Pura traición al texto (traduttore, traditore!). ¿Dónde está el libro 2.0 en la era de facebook y twitter? El mensaje es obvio: no queremos, o no necesitamos al menos, un lector electrónico tal como se nos ofrecen ahora para leer en .pdf, .epub o .mobi, Guerra y paz. Para eso contamos ya con los libros impresos cuya complicada tecnología manejamos gloriosamente, y sin guerra de formatos comerciales e incompatibilidades u otras limitaciones.
Por todo esto, cabe pensar que la crisis del soporte no es tanto la del libro, precisamente: su papel está bien definido en muchos aspectos y aún tendrá propuestas para hacer sobre la mesa, probablemente especializándose aún más en su cometido impreso en cuanto peculiarísimo artefacto material. La crisis del soporte recae entonces sobre los dispositivos hipermedia, al que los editores -pensando en el papel aún- no saben muy bien qué hacer con un texto al que no atinan a darle una pertinente forma digital.
Sin duda, esa es la auténtica crisis del sector, ante la cual la era iPad (auqnue no por su programa iBooks precisamente, sino por todo lo demás) pretende mostrar ahora un jardín de senderos que se bifurcan.
P.S.: Dejo esta conferencia de Mark Pesce sobre el origen y la naturaleza del hipertexto en el soporte digital y la naturaleza del texto en el soporte códice, de gran claridad para comprender el cambio que supone trasladar el uno al otro y la actual situación editorial. Paso directamente al momento en el que analiza el soporte en relación con la disposición del contenido.